6/14/10

Suicidio asistido

Mi casa tenía el primer piso en construcción. Mi habitación no tenía paredes: sólo el piso y el techo, y las vigas de las esquinas. Mi colchón desnudo era la plataforma desde donde veía el jardín, las otras casas y desde donde podía ser observada por los vecinos.

Mis padres nos anunciaron a mi hermano y a mí que nos habían ingresado a un programa de suicidio asistido a los cuatro integrantes del núcleo familiar y que nos quedaba un mes de vida antes de ir a la clínica que proporcionaba el servicio, en donde nos matarían por medio de inyectarnos un líquido venenoso en la sangre. Ellos habían decidido y firmado un contrato por nosotros.

Me junté con dos compañeras del secundario a hablar sobre ropa y cosas superficiales. Todo era puro palabrerío, y yo no podía dejar de pensar en la decisión de mis padres.

Luego me reuní con otra amiga del secundario, a quien le conté del servicio de suicidio asistido. Ella me dijo, como si estuviera contando una banalidad, que ella también había contratado ese servicio y que su muerte estaba planeada para dos días después. Me contó también que estaba saliendo con un chico hacía poco tiempo, y que al día siguiente conocería a su madre, por lo que estaba contenta y ansiosa. “Y no le dijiste de tu suicidio asistido?”, le pregunté. Ella contestó que no, y que su familia ya estaba avisada para decirle al chico que había tenido un accidente fatal.

Volví a casa, meditabunda.

Al día siguiente mis padres nos llevaron a conocer la clínica que proporcionaba el servicio para convencernos de su profesionalidad. La clínica estaba adentro de un shopping. Me maquillé con los colores más lindos de un stand de maquillaje, pero me quedaron horribles. Entramos a la clínica y vimos las habitaciones: tenían espacios para orar y habitaciones para expiar cada tipo de pecados. Me enojé porque en mi casa no somos cristianos.

Acto seguido nos subimos a un botecito de plástico que se metió por un túnel, parecido a esos juegos que se ven en los parques de diversiones estadounidenses en los que los usuarios se meten en el “túnel del terror”.

El bote nos llevaba a recorrer un mapa de todo el mundo. Reconocí un pueblo de Alemania del Sur y Venecia. Lloré cuando vi el Gran Canal veneciano.

Llamé a mi amiga, quien me contó que estaba contentísima porque en un ratito conocería a la madre de su novio. Al rato fui a ver a mi novio y darle la noticia de mi muerte próxima. Juntos intentamos pensar si había alguna manera de escapar de ese destino (y además, yo podría quedarme con la casa y vivir en una habitación mejor). Yo quería vivir.

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