Mientras mis padres y yo volvemos caminando desde Central Park, Nueva York, hasta las cuadras que rodean mi casa, en Muñiz, Buenos Aires, ellos se disponen a comprar cosas para la comida en los negocios que están de paso. Yo me comporto como una niña: los sigo y los veo hacer sin opinar.
No sé por qué todo se ve tan oscuro y sucio. Pasamos por un videoclub de mi infancia que funcionaba en un garage: ofrece alquiler de VHS y de cartuchos de Family Game.
Nos metemos en una especie de feria o galería, y pasamos un puesto tras otro. Cada uno vende cosas distintas. Mis padres se detienen en el último y yo los observo comprar.
El negocio parece una verdulería porque los objetos a la venta están apiñados en cajones de fruta, pero no se vende ninguna fruta o verdura.
Mi mamá hurga en los cajones: levanta muffins, relojes despertadores y circuitos electrónicos y se queja de que no hay cubitos de hielo. Yo pienso que el hielo se debe haber derretido y el piso debe estar todo mojado. Miro los muffins. Usualmente pediría que me compren uno, pero éstos no se ven muy esponjosos.
Todo se ve muy ajado y sucio.
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